#Flow #Hábitos #Crear #DisciplinaCreativa #Kaizen #Enfoque
14 de enero de 2025 - por Omar CJx
Sofía llevaba años intentando escribir una novela. No cualquier novela, sino SU novela. La que demostraría que todo el tiempo que había pasado imaginando historias en la infancia no había sido en vano. La que le daría un propósito más allá de su trabajo rutinario como analista de datos en una consultora financiera, más allá de las horas frente a hojas de cálculo, informes predecibles y reuniones donde cada palabra debía ser medida con precisión. Siempre le había gustado la estructura, la lógica, la claridad de los números, pero había otra parte de ella que no encajaba en ese mundo de datos fríos. Una parte que necesitaba contar historias.
Cada vez que se sentaba frente al teclado, sentía el peso de todas esas expectativas caer sobre ella como un muro de concreto. El cursor parpadeaba en la pantalla como una burla. Escribía una frase y la borraba. Escribía otra y volvía a borrarla.
No era solo la página en blanco, era lo que esa página significaba. Si no podía escribir algo bueno de inmediato, quizás nunca podría hacerlo. Y si no podía hacerlo, ¿qué quedaba de la escritora que siempre había creído ser?
Pasaron meses en ese ciclo de ilusión y frustración. A veces escribía con furia, como si la velocidad pudiera ahuyentar la inseguridad, pero cuando leía lo que había escrito, el desprecio por sus propias palabras la obligaba a cerrarlo todo de golpe. Se convencía de que no estaba lista, que necesitaba más tiempo, más lecturas, más experiencia. Tal vez la escritura no era para alguien como ella. Tal vez había pasado demasiado tiempo en el lado equivocado de su cerebro. Pero el tiempo pasaba y la novela seguía siendo solo una idea.
La gota que rebalsó el vaso llegó en una conversación con su hermana menor, Juliana, quien la visitaba de vez en cuando en su departamento. Sofía no solía hablar mucho de su bloqueo, pero esa tarde, entre sorbos de café y una pila de informes sin revisar sobre la mesa, lo dejó escapar.
—A veces siento que nunca voy a terminarla. O peor, que ni siquiera debería intentarlo.
Juliana la miró con extrañeza.
—Siempre dices que lo más importante es escribir todos los días, aunque sea poco. Lo repites cuando hablas de hábitos productivos en el trabajo, pero parece que no te lo crees.
Sofía se quedó callada. La ironía era insoportable. Pasaba su vida analizando eficiencia, rendimiento, optimización del tiempo, pero cuando se trataba de la escritura, todo lo que predicaba parecía inútil.
Aquella noche, incapaz de dormir, comenzó a leer sobre procesos creativos. En un artículo sobre rendimiento mental, encontró dos conceptos que la hicieron detenerse. El primero era el flow. Se trataba de un estado de inmersión total en una tarea, un momento en el que la conciencia de uno mismo desaparece y solo existe la acción. “El estado de flow permite una concentración absoluta, eliminando distracciones y maximizando el rendimiento” (Cinco Días, 2025). Sofía conocía bien la sensación. La había experimentado cuando resolvía problemas complejos de datos y se sumergía por horas en patrones numéricos. Pero nunca la había sentido con la escritura.
El segundo concepto era más inesperado: kaizen, la filosofía japonesa de la mejora continua. No se trataba de grandes cambios, sino de pequeños avances sostenibles. “La mejora continua se basa en progresos mínimos que, con el tiempo, generan resultados exponenciales” (Scielo, 2024).
Aquella idea le pareció ridículamente sencilla, pero algo dentro de ella le decía que valía la pena intentarlo.
Esa noche tomó una decisión: no intentaría escribir la novela. Ni siquiera un capítulo. Solo escribiría 200 palabras al día. No importaba si eran mediocres, no importaba si eran malas. Solo importaba que existieran.
Los primeros días fueron un calvario. Escribir 200 palabras no parecía un gran desafío, pero lo era. No por la cantidad, sino por la resistencia interna que debía vencer. Su mente seguía buscando la perfección, queriendo corregir cada frase, cada adjetivo innecesario. Pero se obligó a seguir adelante sin mirar atrás.
Con el tiempo, algo cambió. La ansiedad comenzó a disiparse. En lugar de luchar contra el bloqueo, escribir se convirtió en parte de su rutina. Al cabo de un mes, ya no tenía que obligarse a escribir; su mente lo hacía automáticamente.
Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado. Una noche, sin darse cuenta, escribió 500 palabras en lugar de 200. No porque se lo propusiera, sino porque estaba disfrutando el proceso. La presión había desaparecido y, en su lugar, se instaló una ligereza que no recordaba haber sentido.
Había entrado en flow.
Tres meses después, escribir 500 palabras diarias era su nueva norma. Y lo más sorprendente, su escritura había mejorado sin que ella se diera cuenta. La disciplina progresiva del kaizen había hecho su trabajo en silencio, creando un hábito, afilando su estilo, dándole confianza.
Al final del año, su novela estaba terminada.
No perfecta, pero terminada.
Según un estudio, “cuando la mejora continua se convierte en un hábito, se minimizan los bloqueos y se facilita la entrada en estados de alto desempeño” (Scielo, 2024). Sofía lo comprobó en carne propia. El problema nunca fue la falta de talento, sino la obsesión por la perfección.
Ahora escribía su segunda novela con una nueva filosofía: no había nada más poderoso que la constancia sin expectativas.
Porque la creatividad no es un golpe de inspiración divina. Es el resultado de presentarse cada día, una palabra a la vez.-